El mexicano ROMERO es cachondo, bromista, marchoso y sátiro. Su pintura y su escultura, expresión absoluta de sus conocimientos respecto a la historia del arte, comunican que el sarcasmo es la ironía de la adoración pasmada al mito.
Él, por el contrario, se embriaga cuando sus creaciones se ajustan a la perfección a una intencionalidad centrada en una significación, que no necesita una explicación más específica que la logra con su representación.
Hay profanaciones e irreverencias que tienen el sabor plástico de una reliquia o un fetiche que debería iluminarnos con su espíritu burlón, con la inmediatez visual de una revelación insólita que invoca una plegaria insurrecta.
Si quieres saber quién eres, pregúntalo a tu vecino.
La argentina GAUDIÑO quiere coger a tiempo a sus criaturas porque de lo contrario su belleza se acaba desgarrando. Al final es lo que pasa y por ello aparecen siendo otras, más perfectas en su meditación o en su desaire.
Tanto las esculturas como los dibujos denotan un guiño a lo clásico, pero en el fondo es para rechazarlo pues su libertad está en contra de un encorsetamiento canónico que los afea y que no desvela su ethos magistral.
Por otro lado, sus trazos y líneas en el dibujo contrastan con lo tosco de sus esculturas, buscando en sus distintas facetas una fuente inspiradora que enfoca el nexo de una humanidad metamorfoseada y harta de existir sin vida.
Él se fue pero sigue estando. Y perpetra toda una aventura al crear toda una iconografía de una visión desde donde está, sobre lo que fue su origen, su cosmos caribeño. Es un mar que se abrió e inspiró una plástica que nunca el autor había previsto.
¿Se podría hablar de un surrealismo caribeño? ¿De una entelequia basada en la máxima agudeza del concepto o del desiderátum de una existencia que ha de garantizarse el juego de la fantasía y de la imaginación de que un caldero o una cafetera sea una vivencia salvadora?
El cubano TONY se ha buscado una estilística singular que aflora del agua y vuela, que tiene en su sistema cromático y en la destreza del dibujo una decisión visual fundamentada en el movimiento, en el viaje, en la salida, en la esperanza.
En México adoran a la muerte como una diosa que redime de una vida violenta y oscura, heroica y honrosa, bella y maldita al mismo tiempo, épica y sagrada, celosa y hermosa, atávica y mítica.
El mexicano MONTOYA abomina de ella porque al final nos deja en los huesos, desnudos de piel y carne, enseñando la profundidad de la nada y el posterior vacío de la ceniza en la tierra sin crucifijos que por lo menos no simbolicen en la gracia de la fortuna.
Así, sus obras son como radiografías de conciencias terminadas, de representaciones alegóricas que escupen en nuestra mirada por resentimiento y rabia, por haber existido para acabar en los huesos sin el resarcimiento de la ilusión de un estigma.